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Mio Boricua Lady

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Miio

LA CIUDAD DE LOS AUTOMATAS

Cuando en Europa alguien quiere divertirse acude a una «casa» de diversión (ya sea un cine, un teatro o un casino); a veces se monta provisionalmente un «parque», que puede parecer una «ciudad», pero sólo a título metafórico. En Estados Unidos, en cambio, hay como es bien sabido ciudades dedicadas por entero a las diversiones, como Las Vegas, por ejemplo. Esta ciudad, dedicada al juego y al espectáculo, posee una arquitectura totalmente artificial, que ha sido objeto de estudio por parte de Roberto Venturi, como un hecho urbanístico enteramente nuevo, una ciudad «mensaje», hecha toda de signos, no una ciudad como las demás, que comunican para poder funcionar, sino una ciudad que funciona para comunicar. Pero Las Vegas es todavía una ciudad «verdadera», y, en un ensayo reciente, Giovanni Brino mostraba que, nacida como lugar de juego, se está transformando cada vez más en una ciudad residencial, de negocios, de industrias y de congresos. Pero el tema de nuestro viaje es el Falso Absoluto y por lo tanto nos interesan sólo las ciudades absolutamente falsas. Disneylandia (California) y Disney World (Florida) son, obviamente, los ejemplos máximos, pero, si sólo existieran ellas, constituirían una excepción que podría pasarse por alto. El hecho es que los Estados Unidos están poblados de ciudades que imitan una ciudad, así como los museos de cera imitan la pintura, y los palacios venecianos y villas pompeyanas imitan la arquitectura. Existen ante todo las ghost towns, es decir, las ciudades del oeste de hace cien años. Las hay pasablemente autenticas, en las que la reconstrucción o la conservación, se han realizado sobre un tejido urbano «arqueológico», pero son más interesantes las nacidas de la nada, por pura decisión imitativa. Estas constituyen la real tking.
El único problema es la elección: hay fragmentos de ciudad, como la Stone Mountain de Atlanta, con viaje en ferrocarril del siglo XIX, asalto de indios y stieriffs al rescate, sobre un fondo de falso Mount Rushmore donde están esculpidos en la roca los rostros de los presidentes de Estados Unidos; o el Six Guns Territory de Silver Springs, que nos ofrece tren, .sheriff, duelos a pistola en las calles y french cancan en el saloon. Y existen, además, una serie de ranchos y de misiones mexicanas en Arizona, Tombstone con el O.K. Corral, Old Tucson, Legend City, próxima a Phoenix; el Old South Bar-b-Q Ranch de Clewiston Florida, y lugares por el estilo. Si vamos más allá del mito del far-west, encontramos otro tipo de Ciudades como la Magic Mountain de Valencia, California, el Santa Claus Village, jardines polinésicos, islas, de piratas, Astroworlds como los de Kirby, Texas, hasta los territorios «salvajes» de las varias Marinelands, ciudades ecológicas a las que dedicaremos otro artículo.

Existen también las imitaciones de naves. Entre Tampa y Saint Petersburg, en Florida, es posible, por ejemplo, subir al Bounty, fondeado en la rada a orillas de un poblado tahitiano, que se ha reconstruido siguiendo los diseños conservados en la Royal Society de Londres, pero teniendo también en cuenta la película interpretada por Charles Laughton y Clark Gable. Muchos de los instrumentos náuticos pertenecen a la época; los zapatos de un oficial —la tripulación son figuras de cera— son los mismos que usó el actor que lo interpretó en el film. Los informes históricos que ofrecen los varios paneles didácticos son dignos de atención, y las voces que invaden la atmósfera proceden de la banda sonora del film. Pero limitémonos al mito western, y escojamos como ciudad muestra la Knott’s Berry Farm de Buena Park, Los Angeles.
Aquí el juego está, aparentemente, al descubierto, el tejido urbanístico circundante y el férreo sistema de vallado —-además del billete de entrada— nos advierten que no entramos en una ciudad verdadera sino en una ciudad de juguete. Pero, apenas se empieza a recorrer las primeras calles, la trama de la ilusión toma la delantera. Ante todo el realismo de la reconstrucción: los establos polvorientos, las tienduchas decadentes, la oficina del sheriff y la de telégrafos, la cárcel y el saloon están reproducidos con absoluta fidelidad y a escala 1:1. Los viejos carruajes están cubiertos de polvo, la lavandería china pobremente iluminada. Todos los locales son más o menos practicables, y los negocios están abiertos, porque la Berry Farm, como Disneylandia íntegra la realidad del comercio en el juego de la ficción, y, si la droguería es fingidamente siglo XIX y la vendedora va vestida como una heroína de John Ford, los caramelos, los bombones y los objetos de seudoartesanía india son, en cambio, reales, tan reales como los dólares que se piden por ellos, como son asimismo reales las bebidas que se anuncian en vetustos carteles, y el cliente se encuentra inmerso en la fantasía a causa de su propia autenticidad de consumidor. En otras palabras, está en las mismas condiciones del cowboy o del buscador de oro, que bajaban al pueblo para que les despojaran de todo lo que habían acumulado mientras estaban lejos.
Además, los niveles de ilusión son múltiples, lo cual acrecienta la alucinación: hay que decir que el chino de la lavandería o el preso en la cárcel son maniquíes de cera, que habitan, con poses realistas, un ambiente realista en el que, de hecho, no podemos entrar, pero no advertimos que el aposento en cuestión es una vitrina, porque nos parece que si quisiéramos podríamos abrir la puerta o pasar por la ventana. Pero la estancia contigua, la droguería-despacho del juez de paz, pongamos por caso, parece una vitrina y en cambio es practicable, y el juez resulta ser señor verdadero, de casaca negra y pistola a la cintura, que nos vende su mercancía. Agréguese a todo esto el hecho de que por las calles circulan comparsas que, en momentos determinados, escenifican un furioso tiroteo, y, si se piensa que el visitante norteamericano medio usa tejanos que no difieren mucho de los que usaban los cowboys, muchos visitantes se confunden con la comparsería y aumentan la teatralidad del conjunto. Por ejemplo, en la tarima de la escuela del pueblo, reconstruida con minuciosidad hiperrealista, hay una maestrita vestida con cofia y amplia falda de pequeños cuadros; en los bancos pueden verse algunos chiquillos, que luego resultan ser pequeños visitantes, y yo he oído a un turista preguntar si aquellos niños eran verdaderos o «falsos» (Podía percibirse la disponibilidad psicológica para considerarlos comparsas, maniquíes o autómatas con movimiento, como los de Disneylandia).
Aparentemente, el discurso sobre las ghost towns es distinto al de los museos de cera o las copias de obras de arte. En los primeros, nadie imagina que el Napoleón de cera pueda tomarse por verdadero, pero la alucinación actúa sobre la nivelación de los diferentes períodos históricos y sobre la distinción entre realidad histórica y fantasía. En el caso de las copias de las obras de arte, la confusión entre copia y original es culturalmente, si no psicológicamente, alucinatoria, y lo es asimismo la fetichización del arte como consecuencia de temas célebres. En cambio, en las ghost towns, aun siendo explícita la teatralidad, la se ejercita en el hecho de hacer a los visitantes partícipes de la escena, y por lo tanto partícipes de aquella feria comercial que, aparentemente, forma parte de la ficción, pero que, de hecho, constituye el fin sustancial de toda la maquinaria imitativa.
Louis Mann, en su bellísimo ensayo sobre Disneylandia como «utopía degenerada» (una utopía degenerada es una ideología realizada en forma de mito), ha analizado la estructura de aquella calle de ciudad fronteriza del siglo XIX, que acoge al visitante, apenas ha entrado, y lo lleva a los diversos sectores de la mágica ciudad. La Main Street de Disneylandia parece el primer acto de la ficción, mientras que es una acertadísima realidad comercial. Esta calle, como por otra parte toda la ciudad, se presenta, al mismo tiempo, absolutamente realista y absolutamente fantástica. He aquí la ventaja (en términos de concepción artística) de Disneylandia sobre las demás ciudades juguete: las casas de Disneylandia están hechas a escala 1:1, en lo que respecta a la planta baja, y a escala 2 :3, en lo que se refiere a los pisos superiores, por lo que dan la impresión de estar habitadas, y lo están, al tiempo que pertenecen a un pasado fantástico que podemos dominar con la imaginación. Las fachadas de la Main Street se nos presentan como casas de juguete, y nos invitan a penetrar en ellas, pero su interior es siempre un supermercado travestido, en el que se comprará obsesivamente creyendo que el juego continúa.
En este sentido, Disneylandia es más hiperrealista que el museo de figuras de cera, puesto que éste pretende aún hacer creer que cuanto se ve reproduce absolutamente la realidad, mientras que Disneylandia pone en evidencia el hecho de que en su recinto mágico se reproduce, sin duda, la fantasía. El museo de arte tridimensional vende como casi verdadera su Venus cíe Milo, mientras que Disneylandia puede permitirse vender sus reconstrucciones como obras maestras de la falsificación, dado que es eso lo que efectivamente vende: las mercancías no son reproducciones, sino auténticas mercancías. Lo que es falsificado deseo de comprar, que tomamos por de, cierto este sentido, Disneylandia es verdaderamente la quintaesencia de la ideología consumista.
Pero, una vez admitido el «todo falso», es preciso, para gozarlo, que todo parezca verdadero: el restaurante polinesio tendrá pues, además de un menú bastante verosímil, camareras tahitianas ataviadas con ropa típica, vegetación acorde con el conjunto, muros de roca con cascaditas y, desde el momento en que se entra, nada debe dejarnos sospechar que fuera exista cualquier otra cosa que no sea Polinesia. Si entre dos árboles se vislumbra un brazo de río que pertenece a otro sector —Adventureland—, el escorzo está arreglado de tal modo que no parezca inverosímil ver en Tahití, a través del seto vivo del jardín, un río como este. Y si en los museos de cera la cera no es carne, en Disneylandia, cuando hay rocas, son verdaderas rocas, y, si se trata de agua, es agua de verdad, y un baobab es un baobab. Cuando hay algo falso, hipopótamos, dinosaurios, serpientes de mar, esto no se debe a la dificultad de tener el equivalente verdadero, sino al deseo de que el público admire la perfección de lo falso y se someta dócil al programa. En este sentido, Disneylandia, no sólo produce ilusión, sino que —al confesarlo— estimula el deseo de ella: un cocodrilo verdadero puede encontrarse en el zoo, y habitualmente dormita y se esconde, mientras que Disneylandia nos dice que la naturaleza falsificada responde mucho más a nuestra exigencia de soñar con los ojos abiertos. Cuando, en veinticuatro horas (como me ocurrió a mí, programándolo adrede) se pasa de la Nueva Orleans ficticia de Disneylandia a la verdadera, y del río salvaje de Adventureland a un viaje por el Mississippi (en el que el capitán del barco nos dice que es posible ver cocodrilos en la orilla, que después no se ven), se corre el riesgo de echar en falta Disneylandia, donde los animales no se hacen rogar. Disneylandia nos dice que la técnica puede darnos más realidad que la naturaleza.

En este sentido, creo que el fenómeno más típico de todo este universo no es la célebre Fantasyland, una divertida girándula de viajes fantásticos que llevan al visitante al universo de Peter Pan o de Blancanieves —maquinaria prodigiosa, de la que sería tonto negar la fascinación y legitimidad lúdicas—, sino los Piratas del Caribe y la Casa Embrujada. El espectáculo de los piratas dura un cuarto de hora (pero se pierde el sentido del tiempo, de modo que igual pueden ser diez minutos o media hora) y consiste en recorrer en bote una serie de cavernas, donde pueden verse tesoros abandonados, el esqueleto de un capitán sobre un suntuoso lecho de brocados apolillados y chorreante de telarañas, cuerpos de ajusticiados devorados por los cuervos, mientras el esqueleto parece dirigirnos amenazantes admoniciones. Después se atraviesa un brazo de mar y se pasa entre el fuego cruzado de un galeón y los cañones de un fuerte, mientras el jefe corsario grita burlonas palabras de desafío a los asediados. A continuación, se pasa, como a lo largo de un río, por una ciudad invadida, sometida al saqueo, con estupro de las mujeres, robo de joyas y tortura del burgomaestre incluidos. La ciudad arde como una cerilla, los piratas, borrachos y tumbados sobre toneles, cantan obscenas canciones, algunos, del todo alterados, disparan sobre los visitantes. La escena degenera, todo es presa de las llamas, a lo lejos se apagan los últimos cantos y se sale a la luz del sol. Todo lo visto era a escala humana, la bóveda de la caverna se confundía con la del cielo, el límite de este mundo subterráneo era el del universo, y no era posible divisar su fin. Los piratas se movían, danzaban, torcían los ojos, se mofaban, bebían de verdad. Nos damos cuenta de que son autómatas, pero quedamos asombrados de su veracidad. En efecto, la técnica de la «audioanimatrófica» constituía uno de los mayores motivos de orgullo para Walt Disney, que al fin había logrado realizar su propio sueño: reconstruir un mundo de fantasía más verdadero que el real, derribar los muros de la segunda dimensión, realizar no la película, que es ilusión, sino el teatro total, y no con animales antropomorfizados sino con seres humanos. De hecho, los autómatas de Disney son obras maestras de la electrónica, cada uno se concibió analizando las expresiones de un actor verdadero, a continuación se construyeron modelos reducidos y después se elaboraron esqueletos de absoluta precisión, auténticos computadores de forma humana, que, por último, fueron revestidos de «carne» y «piel», realizados por un equipo de artesanos de increíble pericia realista. Cada autómata obedece a un programa, sincroniza los movimientos de la boca y de los ojos con la palabra y el sonido del audio, y repite hasta el infinito, a lo largo de la jornada, su papel preestablecido (una frase, uno o dos gestos), y el visitante, cogido de sorpresa por la sucesión de escenas, obligado a ver más de una a la vez, a derecha, a izquierda, delante, no tiene tiempo de mirar hacia atrás y advertir que el autómata apenas entrevisto está repitiendo ya su eterno guión.
La técnica de la audioanimatrónica se usa en muchos otros sectores de Disneylandia, da incluso vida a una serie de presidentes de los Estados Unidos, pero quizá jamás se muestra en toda su prodigiosa eficacia como en la caverna de los piratas. Hombres verdaderos no lo harían mejor, y costarían más caros, pero lo que cuenta es justamente que no sean humanos y que se sepa. El placer de la imitación, ya lo sabían los antiguos, es uno de los más connatural es al espíritu humano, pero aquí además de gozar de una imitación perfecta se goza del convencimiento d que la imitación ha alcanzado su punto culminante y de ahora en adelante la realidad será siempre inferior.
Sobre similares criterios se basa el viaje por los subterráneos de la Haunted Mansion, que se presenta con el humilde aspecto de una casa de campo, entre Edgar Allan Poe y los cartoons de Chas Addams, pero que esconde en su interior la colección más completa de sorpresas brujeriles que el visitante pueda desear. Se cruza un cementerio abandonado, donde huesudas manos de esqueletos levantan, desde el interior, las losas sepulcrales, se atraviesa una colina animada por un completo aquelarre de duendes y brujas, se sobrevuela un salón con la mesa servida, poblado de fantasmas transparentes que danzan vestidos a la usanza del siglo pasado, mientras diáfanos convidados, que van desvaneciéndose en el aire, asisten al banquete de un soberano bárbaro. Acariciados por telarañas, nos vemos reflejados en cristales sobre cuya superficie aparece, por detrás de nosotros, una figura verdosa, topamos con candelabros errantes… En ningún caso nos veremos ante trucos vulgares tipo Castillo de las Brujas: la implicación (sabiamente atemperada por el humor de las invenciones) es total. Como en las nuevísimas películas de horror, no hay distanciamiento, no se asiste al horror del prójimo, se está dentro del horror por sinestesia total, y, si hay un terremoto, también debe temblar la sala cinematográfica.
Yo diría que estas dos atracciones resumen mejor la filosofía de Disneylandia que los modelos, por otra parte perfectos, de la nave de los piratas, el buque en el río o el velero Columbia, todos obviamente practicables. Mejor incluso que la sección del futuro, con las emociones fantacientificas que logra provocar (como, por ejemplo, un vuelo a Marte vivido en el interior de una astronave, con todos los efectos de desaceleración, pérdida de gravedad, alejamiento vertiginoso de la Tierra). Y mejor también que los modelos de cohetes y submarinos atómicos acerca de los cuales Mann ha señalado con agudeza que, mientras la falsa ciudad del Oeste, la falsa Nueva Orleans y la falsa jungla ofrecen duplicados a escala real de hechos orgánicos, pero pasados o fantásticos, éstos se presentan como modelos a escala reducida de realidades mecánicas actuales, de modo que conjuntamente allí donde la cosa es increíble aporten la imitación a escala natural, y allí donde es verosímil intervenga la reducción de escala para hacerla fantásticamente deseable. Piratas y fantasmas compendian toda Disneylandia —al menos desde el punto de vista de nuestro viaje—, porque transforman toda la ciudad en un inmenso autómata, realización final de los sueños de los constructores del siglo XVIII que dieron ‘ida al escribano de Neuchatel y al Turco Ajedrecista del Baron von Kempelen.
La precisión y coherencia de Disneylandia se ven en cierto modo alteradas por las ambiciones de Disney World, en Florida. Disney World, construido después de Disneylandia, es ciento cincuenta veces mayor y tiene el orgullo de presentarse no como ciudad-juguete, sino como modelo de agregado urbano del futuro. Lo que en California es Disneylandia aquí es sólo un núcleo periférico de la inmensa construcción territorial que se extiende sobre un área dos veces mayor que Manhattan. El gran monocarril, que desde la misma entrada conduce al Magic Kingdom (la efectiva Disneylandia), atraviesa bahías y lagunas artificiales, una aldea suiza, otra polinesia, campos de golf y de tenis, un inmenso hotel: en resumen, una región dedicada a las vacaciones organizadas. Por lo que se llega al Magic Kingdom con los ojos tan trastornados ya por tanta fantaciencia que el castillo medieval (mucho más gótico que el de Disneylandia; digamos una catedral de Estrasburgo comparada con San Miniato al Monte) no impresiona ya su fantasía: el Mañana, con su violencia, ha descolorido la historia del Ayer. En esto, Disneylandia es mucho más astuta, quiere ser Penetrada sin que nada recuerde el futuro que la circunda: Marin ha señalado que la condición esencial pura acceder a ella es dejar el coche en un determinado parking y llegar hasta los límites de esa ciudad de ensueño en los pequeños trenes dispuestos para este propósito, y, para el californiano, dejar el coche significa dejar su propia naturaleza humana, para encomendarse a otro poder y renunciar a la propia iniciativa.
Disneylandia, alegoría de la sociedad de consumo, lugar del iconismo absoluto, es también el lugar de la pasividad total. Sus visitantes deben aceptar vivir como sus autómatas: el acceso a cada atracción está regulado por una red de pasamanos y barreras de tubo metálico, un laberinto que desanima cualquier iniciativa individual. La cantidad de visitantes impone por doquier el ritmo de la cola. Los funcionarios del sueño, correctamente vestidos con sus uniformes adaptados a cada lugar específico, no sólo colocan al visitante en el umbral del lugar elegido previamente, sino que hasta le regulan por medio de un micrófono, en fases sucesivas, cada paso («bien, ahora espere allí, ahora salga, ahora siéntese, ahora espere antes de levantarse», siempre en tono cortés, impersonal, imperioso). Si el visitante paga este tributo, podrá tener no sólo «la cosa verdadera», sino también la abundancia de la verdad reconstruida. También Disneylandia, como el castillo de Hearst, carece de espacios de transición, siempre hay algo que ver, los grandes vacíos de la arquitectura y de la urbanística moderna le son desconocidos. Si Norteamérica es la del Guggenheim Museum o los nuevos rascacielos de Manhattan, Disneylandia es una curiosa excepción y hacen bien los intelectuales norteamericanos en negarse a visitarla. Pero si Norteamérica es la que hemos visto en el curso de nuestro viaje, entonces Disneylandia es su Capilla Sixtina y los hiperrealistas de las galerías son sólo tímidos voyeurs de un inmenso y continuo «objeto encontrado

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