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Revista Juridica Universidad de Puerto Rico
2012
Artículo
*41 PROTESTA PELIGROSA Y DEMOCRACIA EN RIESGO: DISENTIR EN EL MARCO DE LA REPRESENTATIVIDAD
Ariadna M. Godreau-Aubert [FNa1]
Copyright © 2012 Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico; Ariadna M. Godreau-Aubert
Introducción

41

I. La protesta en el estado democrático

42

II. Protesta ¿Para quién?

48

III. El discurso de la peligrosidad: El Estado y la Democracia en riesgo

53

IV. ¿Cómo se tipifica un Derecho?: Democracia y criminalización 57

V. La responsabilidad judicial ante la protesta y la ausencia de respuestas

59

Conclusión

61

Introducción
En nuestro País el derecho a la protesta no se discute. Los pocos debates sobre los procesos de disidencia y los movimientos sociales se limitan a reiteraciones de la política pública del Estado y a la urgencia de resguardar los intereses particulares de los individuos en sociedad. La criminalización discursiva y legal, la censura, el repudio, los actos violentos contra manifestantes y la legitimación de estas prácticas por los principales organismos legales y judiciales señalan una incapacidad de concebir la protesta como elemento indispensable en la democracia puertorriqueña. En todo caso, el discurso oficial advierte en la disidencia una amenaza para la continuidad de los procesos democráticos. Ante el contenido mínimo que exige una organización democrática moderna, tal actitud supone un abandono de los principios de inclusión, participación y protección de los derechos medulares del individuo y el colectivo.

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Cuando la concepción de democracia está en riesgo y sus estructuras de participación se han anquilosado, la protesta se concibe como peligrosa. Una vez propone una nueva mirada sobre la relación del individuo o el colectivo ante el Estado, el derecho a disentir atenta contra los discursos hegemónicos y homogéneos de aquellos que dominan los principales focos de poder del Estado. En éste contexto, observar los movimientos disidentes como agentes del proselitismo igualitario y justiciero, llamados a insertarse en las estructuras ya disponibles, *42 eliminaría la eficacia e importancia que tiene la protesta en un esquema democrático. Así las cosas, para erradicar la protesta bastaría con que el Estado se negara a reconocer a los que presentan sus reclamos, impidiéndoles la entrada o participación en los procesos mediante la indiferencia, el ofrecimiento de alternativas institucionales inoperantes o la criminalización del acto mismo de reclamar.
Por otro lado, si reconocemos en la protesta y el derecho a protestar un componente esencialísimo de la democracia, puede concebirse tal derecho como acreedor de un espacio particular y privilegiado en la esfera pública y política del
País.
Por su importancia en el esquema democrático, el derecho a la protesta no busca ocupar un mero espacio en el quehacer de las instituciones políticas. Aunque lo requieren y luchan porque así sea, los que disienten no se conforman con ser contemplados en el esquema constitucional o normativo del Estado. Tampoco les basta ser incluidos en la argumentación jurídica que propongan las decisiones más recientes del Tribunal. La protesta en sí misma propone una lucha por crear y mantener un espacio político particular que va de la mano con las instituciones legales, judiciales y sociales en el devenir democrático. A la luz de las teorías de la democracia, proponemos que el derecho a la protesta no se debe limitar a la posibilidad de convencer, persuadir o advertir a la comunidad o al Estado de la pertinencia y legitimidad de reclamos particulares. El derecho a la protesta garantiza, además, un efectivo y a veces único espacio político para aquellos que han sido desplazados por los andamiajes mayoritarios y representativos de la democracia. Además, propone la apertura, a veces violenta, de un espacio desde donde y a partir del cual es posible deliberar.
Ante el planteamiento de poner la democracia en riesgo, cabría cuestionar si se trata de una posibilidad del todo ominosa. Entendemos que no. Incluso, proponemos que tal desencantamiento con la democracia, tal como la concebimos actualmente, resulta deseable como preparación a una propuesta democrática realmente efectiva. Es imperioso discutir la necesidad de la protesta no solo como derecho sino como el foro idóneo desde donde cuestionar y desbancar, de ser necesario, aquellas concepciones pseudodemocráticas que distan de ser esquemas verdaderamente inclusivos, participativos y de deliberación. Con este acercamiento se busca advertir la necesidad de reconocer y proteger la protesta ya no tan solo como derecho sino como un espacio político autónomo en el diseño de la democracia, desde el cual es posible una mejor deliberación. I. La protesta en el estado democrático
La protesta tiene su raíz en la insatisfacción. El Estado y sus instituciones son incapaces de atender la totalidad de los reclamos habidos en sociedad por lo que los individuos se ven compelidos a utilizar mecanismos no institucionales para exigirlos. No se trata de una particularidad de los Estados democráticos ni de las características intrínsecas de un régimen particular, sino que responde a los límites inherentes a la gobernanza. Según Raúl Zaffaroni: “[n]o existen Estados de derecho perfectos, y ninguno de los Estados de derecho históricos o reales *43 pone a disposición de sus habitantes, en igual medida, todas las vías institucionales y eficaces para lograr la efectividad de todos los derechos”. [FN1] Sin embargo, en el contexto democrático, la urgencia de plantear reclamos surge de una promesa institucional y política que no ha sido cumplida. En su sentido básico, se espera que la democracia asegure ciertas protecciones y derechos ciudadanos.
En su defecto, se espera que el Estado democrático sea capaz de salvaguardar la posibilidad de plantear tales exigencias de manera efectiva. Así las cosas, puede afirmarse que la relación entre la protesta y la democracia tiene, al menos, tres dimensiones: la constitución del individuo democrático, la forma en que el Estado se construye ante los ciudadanos y la

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posibilidad e injerencia de los individuos en el cambio institucional.
Desde la primera dimensión, en el Estado democrático los ciudadanos se constituyen a sí mismos a partir de aquellas premisas tradicionalmente vinculadas a la democracia: autogobierno, libertad e igualdad. [FN2] Si bien la coexistencia de estos principios ha resultado en incongruencias y conflictos en el desarrollo de las distintas democracias, estas ideas y sus contradicciones internas conforman a un individuo particular que se concibe a sí mismo como un ente democrático. A nivel institucional y en síntesis, estas premisas implican que “[e]l pueblo debe ser el único soberano; debe gobernarse a sí mismo; todas las personas serán tratadas como iguales, y sus vidas estarán libres de interferencias indebidas de otros, incluido el gobierno”. [FN3] En tanto los individuos, estos principios suponen que los ciudadanos se conciben llamados y legitimados a decidir y tener injerencia en los procesos políticos colectivos, a no ser coartados arbitrariamente en su autodeterminación y a ser tratados como iguales. La ineficacia del diseño democrático actual para cumplir estas premisas/promesas de la democracia no condiciona la pertinencia de las mismas. En todo caso, las instaura como objetivos obligatorios tanto para los ciudadanos como para el Estado mismo. A estos fines, la exigencia de su cumplimiento se eleva al plano de los derechos principalísimos que los ciudadanos como individuos y como colectivos ostentan en la democracia. En la medida en que el Estado no ha podido honrar sus promesas, particularmente aquellas sobre el trato igualitario, éste “debe dar especial protección a quienes reclaman por ser tratados como iguales, es decir, debe proteger en lugar de acallar a la protesta”. [FN4] Aunque el igualitarismo será tratado próximamente con mayor detenimiento, cabe señalar que este trato igual no supone que los individuos*44 se sientan compelidos a recibir las mismas protecciones y los mismos derechos. En todo caso, los ciudadanos se conciben legitimados a expresar sus desigualdades mutuas de manera tal que el Estado democrático las reconozca y diseñe estrategias particulares para remediarlas o en su defecto, evitar que menoscaben el disfrute de sus derechos y participación en sociedad. Es decir, los individuos se conciben a partir del derecho que tienen a disentir de las políticas que los inhiben de sus capacidades de autogobierno, libertad e igualdad.
En la segunda dimensión, el Estado democrático debe tolerar y proteger la protesta como elemento indispensable en el organigrama democrático. Si aún bajo el supuesto de que el Estado lograra constituirse de manera perfecta, en la democracia seguiría existiendo una obligación institucional de proveer los foros idóneos para que sus ciudadanos se expresen, esta obligación debe ser mayor cuando se trata de la necesidad de denunciar la imperfección de los procesos sociales y políticos. Por tanto, el Estado viene obligado a fomentar las circunstancias idóneas para que la insatisfacción individual o colectiva pueda manifestarse. Es a partir de este choque entre la incapacidad de proveer y la obligación de proteger que surge la relación entre el Estado y la protesta en el plano democrático.
La respuesta institucional a la protesta está marcada por el diseño de democracia que se ostente. Llegados a este punto, y dirigiéndonos al modelo existente en nuestro País, habría que denunciar el fracaso de la democracia representativa. La crisis de la representatividad, acrecentada ante la protesta, tiene sus raíces en su concepción del sistema institucional. Se trata de un diseño fundamentado en “una idea de división de poderes claramente elitistas, con gran desconfianza al debate público, a la participación ciudadana y a las decisiones mayoritarias”, [FN5] donde la división de poderes y la doctrina de pesos y contrapesos inhibe el acercamiento de aquellos sectores que no fueron contemplados por el constitucionalismo originario. Aun cuando la división de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial supone una diversidad de espacios desde donde se crean y enhebran los fundamentos de la democracia, algunos sectores ciudadanos no encuentran en ellos un lugar idóneo para expresar su inconformidad. Estos grupos no pueden siquiera accesar a estos foros, mucho menos manifestarse; las condiciones *45 sociales y económicas, esas desigualdades que precisamente fundamentan su urgencia de protestar, los descartan, ab initio, del juego político.
Ante la insuficiencia de los componentes principales de la democracia representativa, que no bastan para canalizar y

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proteger las expresiones de protesta de sus ciudadanos, algunas fuentes nacionales e internacionales han reconocido la protesta como un derecho constitucional. [FN6] Otras jurisdicciones, como la nuestra, han optado por proteger las actividades ligadas a la disidencia a partir de las penumbras de otros derechos constitucionales como lo son el derecho a asociación y principalmente el de libre expresión. Estos derechos legitiman la existencia de marchas, mítines, piquetes y otras tantas expresiones de protesta al tiempo en que guardan posiciones jerárquicas respecto a otras garantías en sociedad: “[la libertad de expresión] requiere de una atención privilegiada: el socavamiento de la libertad de expresión afecta directamente el nervio principal del sistema democrático”. [FN7] En estos casos, el reconocimiento de la protesta como derecho remite a la compleja hermenéutica de las penumbras constitucionales.
En su punto máximo, Roberto Gargarella plantea que el derecho a protestar debe ser reconocido como el primer derecho. [FN8] Independientemente de su oficialidad en el marco normativo vigente, la existencia de una democracia plena está condicionada a la protección de la protesta como derecho en tanto viabiliza el reclamo para que se protejan los demás derechos refrendados en las Constituciones nacionales. Desde una perspectiva dworkiniana, la protesta, que por sí misma es una carta de triunfo, es el espacio desde donde los ciudadanos pueden advertir al Estado que sus derechos son cartas de triunfo que no pueden ser amenazadas o menoscabadas. La manera en que Gargarella ubica a la protesta en el contexto democrático no solo permite su protección, sino que la trae a los foros que suelen criminalizar y censurar los actos de disidencia. Entre otros posicionamientos, Gargarella propone equiparar la protesta a otras garantías constitucionales existentes con el fin de obtener las mayores protecciones legales, insertarla en los discursos oficiales que anuncian programas de política pública mediante reformulaciones de lo que debe ser el orden público y el bien común y moverla a la arena judicial y obligar al juzgador a tomar en cuenta los valores democráticos inherentes a la queja colectiva. Ante todo, permite observar cuando este derecho es apabullado por las instituciones de poder y el efecto negativo *46 de este rechazo oficial sobre los procesos democráticos. Por tanto, el derecho a la protesta es también un derecho a resistir el derecho, en tanto frena los atropellos institucionales formulados contra los grupos que disienten o se muestran inconformes. Plantear esta relación entre la protesta y el Estado propone ubicar otro contrapeso al poder institucional, una mirada distinta sobre la queja que es capaz de provocar un reposicionamiento y de acercarnos a un posible cambio en la manera en que el Estado se constituye ante los ciudadanos.
Por último, la relación de protesta y democracia tiene una tercera dimensión en la concepción del cambio institucional. En su acepción de gobierno del pueblo, la democracia debe asegurar los caminos hacia la transformación de sus instituciones. Si bien Eugenio Zaffaroni propone que “los ciudadanos tampoco pretenden optar por caminos no institucionales para obtener los derechos que reclaman, sino que eligen estos sólo para habilitar el funcionamiento institucional, es decir, que en definitiva reclaman que las instituciones operen conforme a sus fines manifiestos”. [FN9] Tanto aquella exigencia planteada al Estado para que adopte, transforme o abandone una práctica particular o la que busca socavar los fundamentos y permanencia de las instituciones, estos reclamos son inherentemente agentes del cambio institucional.
Este dinamismo y flexibilidad de cambio es un requisito para la constitución de una democracia funcional y efectiva.
Desde Boaventura de Sousa, es posible afirmar que:
Democracy, in this sense, always implies a break with established traditions, and, therefore, the attempt to institute new determinations, new norms and new laws. This is the indetermination produced by the democratic grammar, rather than only the indetermination of not knowing who will be the new holder of power. [FN10]
Aunque aquellas vertientes que defienden una versión hegemónica de la democracia tienden a complejizar el cambio institucional, en oposición a las contrahegemónicas, ambas conciben la oportunidad que tienen los ciudadanos de cambiar a sus gobernantes cuando el diseño no está operando conforme a sus expectativas. Entonces, si verdaderamente esta exigencia de dinamismo se encuentra o debe encontrarse en gran parte de los diseños democráticos, las formulaciones que surjan de la protesta son intrínsecas a la democracia porque catapultan nuevas propuestas en torno a cómo deben funcionar las instituciones.

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Luego de incluir la protesta en el diagrama del sujeto, el Estado y el cambio institucional democráticos, es posible hacer unos señalamientos principales. La protesta es un principio, o un derecho, que permea la interacción de las esferas ciudadanas e institucionales, en tanto viabiliza el alcance de las promesas de autogobierno, libertad e igualdad ante la ineficacia del Estado para satisfacerlas. *47 Aun cuando en la praxis las protestas no suelen lograr sus objetivos, permiten la creación de un espacio donde los ciudadanos se ubican para advertir y exigir que las instituciones se transformen. Cabe advertir que la protesta no es un fin en sí mismo en la democracia. Tampoco es cierto que toda protesta busque el cambio institucional mediante la caída de un régimen particular o un rechazo total al Estado. Lo que sí resulta constante en toda protesta es el acto mismo de reclamar. Entre la diversidad infinita de reclamos que pueden ser levantados, ya sean sobre necesidades básicas o particulares a un sector en la comunidad, puede trazarse un hilo común; toda protesta exige al Estado que remedie y actúe ante una situación particular mediante la acción afirmativa o la autolimitación institucional. Por ejemplo, se le pide al Estado que otorgue mayores oportunidades de vivienda al tiempo en que se le advierte que no debe interferir en las identidades sexuales que los individuos opten por asumir. Consecuentemente, al reclamar al Estado que provea unas condiciones se desatan varios fenómenos. Por un lado, se le advierte que no las está concediendo cuando se esperaba que así lo hiciera. Por otro, y ante la urgencia de ver sus reclamos cumplidos, en este punto los ciudadanos ya se han cuestionado su posición respecto al Estado democrático y la democracia misma; un cómo debería ser y cómo sería ésta sociedad una vez fueran sus exigencias satisfechas.
La imbricación de la protesta en el modo en que los individuos se configuran a sí mismos y visualizan sus instituciones no puede limitarla a ser solo un derecho. La protesta ante todo es un espacio que los ciudadanos deben reclamar y el Estado preservar hasta que fuese posible, si lo fuera, alcanzar una eficacia absoluta de las instituciones. [FN11] En síntesis, la autonomía de este espacio debe ser entendida como la urgencia de preservar la protesta como un lugar de encuentro para las quejas y reclamos de los ciudadanos sin la intervención desmedida de las instituciones del Estado. De esta manera, se puede concebir la protesta como otro foro político desde donde se permite y fomenta la discusión y deliberación de las ineficacias del diseño vigente. Este espacio se vislumbra como uno privilegiado desde el cual los menos privilegiados o desprotegidos en todas o algunas circunstancias, pueden observar, criticar, exigir y deliberar sobre qué rumbo el diseño institucional debe tomar. En el contexto democrático, esto supone que el gobierno que el Pueblo (o una parte de éste) desea o puede llegar a desear es uno fundamentalmente distinto y que incluso los menos iguales pueden ser capaces de reclamar un espacio desde donde formular sus propuestas de cambio.
*48 II. Protesta ¿Para quién?
[E]s preocupante que un sistema democrático conviva con situaciones de miseria, pero es catastrófico que tales situaciones no puedan traducirse en demandas directas sobre el poder público.
- Roberto Gargarella [FN12]
Aunque la protesta ha de ser un espacio accesible a todos los ciudadanos, parecería que solo ciertos sectores suelen ejercitarla, motivados por unas circunstancias determinadas que los mueven a plantear sus reclamos por estas vías no institucionales. Con frecuencia, los principales periódicos del País reseñan manifestaciones de cesanteados, estudiantes, mujeres, comunidades LGBTT, grupos ambientalistas y comunitarios, entre otros. En raras ocasiones encontramos noticias sobre ciudadanos en posiciones más privilegiadas realizando aquellas actividades comunes al registro de la protesta; entiéndase actos de disidencia masiva, piquetes, marchas, etc. Si la protesta es accesible a todos los sujetos, [FN13] habría entonces que cuestionar por qué son estos grupos y no otros, o todos, los que suelen ejercer la protesta.
Para responder a esta interrogante habría que retar la eficacia del igualitarismo democrático. Pese a la multiplicidad de maneras en que se inserta el discurso de la igualdad en la democracia, la premisa de ser tratados como iguales es un

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rasgo común en este diseño. Por ejemplo, Gargarella encuentra en la igualdad el fundamento último de la democracia y el constitucionalismo. Según el autor, la democracia contempla que “cada individuo tiene un igual derecho a intervenir en la resolución de los asuntos que afectan su propia comunidad: todos merecen participar de dicho proceso decisorio en un pie de igualdad”. [FN14] Mientras tanto, desde el constitucionalismo se busca la preservación de ciertos derechos fundamentales en el contexto de instituciones democráticas que le reconozcan igual valor a las decisiones de los individuos. En última instancia, a lo que se refiere la *49 premisa de la igualdad es a que todos los ciudadanos se conciban legitimados a ser tratados como iguales en su relación con otros ciudadanos y principalmente ante el Estado.
Sin embargo, y en atención a quiénes son estos individuos que eligen o se ven compelidos a elegir el camino de la protesta, el fracaso del diseño democrático actual en refrendar esta premisa de la igualdad se origina en la inadvertencia de aquellas desigualdades sociales, económicas y políticas que sí han permanecido. El esquema institucional no ha podido aminorar, mediante protecciones especiales o mecanismos alternos, las brechas que impiden a ciertos grupos la participación. El fracaso radica en que el Estado asume una neutralidad falsa y forzada ante ciudadanos fundamentalmente desiguales. Consecuentemente, imposibilita la accesibilidad a un mayor grado de igualdad y participación política al tiempo que maximiza las distinciones entre los ciudadanos.
Esta neutralidad está fundamentada en los mitos fundacionales de la democracia, que buscaban evitar la tiranía de las mayorías y minorías mediante el reconocimiento de “derechos iguales para todos”. [FN15] Así como no eran realistas las premisas de igualdad entre los padres fundadores de la constitución norteamericana y los sujetos llamados a constituirse como ciudadanos, hoy tampoco lo son. [FN16] La multiplicidad de variantes económicas, raciales, sexuales y culturales de los grupos sociales y la complejidad que representa la heterogeneidad interna de los mismos son características de las sociedades contemporáneas. Sin adentrarnos en la diversidad de razones que conforman esta desigualdad, en términos de la praxis democrática esta pluralidad implica un debilitamiento del ideal institucional “conforme al cual el sistema político era capaz de asegurar la representación, y así la defensa y protección de los diversos intereses existentes dentro de la sociedad”. [FN17] Ante la imposibilidad de eliminar la totalidad de las divergencias entre los ciudadanos, nos encontramos frente a un aparente obstáculo en el devenir democrático, en tanto “la democracia tiene límites en relación con la extensión de la igualdad económica, la participación efectiva, la agentividad perfecta y la libertad”. [FN18]
Aún en esas circunstancias, nos resistimos a abandonar el marco democrático. De igual forma, nos resistimos a adoptar la posibilidad de contemplar la democracia*50 como la “simple dominación de lo universal sobre lo particular”.
[FN19] Las diferencias de condiciones no pueden implicar que se descarte el ideal de la igualdad por tratarse de un objetivo inasequible. La supervivencia y efectividad de la democracia, a tenor con los principios fundamentales antes discutidos, requerirá de mecanismos y diseños propicios a aceptar, afrontar y remediar estas desigualdades, al menos en lo que al plano político se refiere. En una democracia debe asegurarse que éste principio básico se mantenga, principalmente en términos de asegurar la participación política de estos grupos desaventajados o desiguales que de otra manera serían descartados de la discusión pública y de la consideración al momento de tomar decisiones.
Procede entonces un cambio en la idea igualitaria, dirigido a conceder a estos grupos mayores oportunidades. No debe ignorarse que este tipo de propuesta tiende a ser recibida con sospecha y claro rechazo por los demás ciudadanos.
Respecto a la concesión de mayores oportunidades para estos grupos desaventajados, la concepción mayoritaria y representativa de nuestro diseño democrático tiende a resentir el trato favorecedor a éstos por entender que se menoscaba la igualdad refrendada por el principio individualista del trato igual. Ante este rechazo, coincidimos con la siguiente respuesta: [E]l ideal de respetar a todos por igual, a pesar de su contenido individualista, no implica negar la posibilidad de tomar acciones a favor de colectivos determinados. Típicamente . . . el compromiso con el trato igual requiere

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de la toma de decisiones orientadas a remediar la situación de los colectivos indebidamente perjudicados. En tal sentido, el Estado no actuaría de un modo “debidamente neutral” frente a todos, si permitiera que la suerte de determinados individuos empeorara en razón de su pertenencia a determinados grupos previamente perjudicados por el activismo estatal. [FN20]
Por otro lado, es necesario mirar críticamente los remedios para la desigualdad o estas mayores oportunidades para observar su alcance y efectividad. Entre las alternativas que se plantean se incluye la inclusión de estos grupos desaventajados en la participación deliberativa y el reconocimiento de derechos especiales. [FN21] Por ejemplo, se incluye el poder del veto que tienen las minorías respecto a aquellas decisiones que directamente les afectan y en las cuales no se les permitió participar. Del mismo modo, se incluyen acciones afirmativas dirigidas a garantizar la participación política de grupos minoritarios. Entendemos, sin embargo, que si bien estas medidas son importantes en tanto fomentan la participación, no bastan para garantizar y proteger la inclusión de los grupos desaventajados. Una vez dependen de un marco normativo que esté dispuesto a atender y a reconocer a éstos, sería posible que el diseño institucional seleccionara a unos *51 sobre otros, ofreciéndoles a unos el espacio mínimo dentro de las instituciones existentes y descartando a otros. Este proceso de selección podría observarse en la convocatoria de estos grupos a participar solo en aquellos asuntos que se entiendan cruciales o coyunturales para ellos, llevándolos a una exclusión del amplio marco de circunstancias que han de atenderse en el Estado democrático. [FN22] Consecuentemente, las promesas que parecerían ser las alternativas de remediar la desigualdad mediante la inclusión en el marco representativo podrían llevar a que estos grupos se reduzcan a inofensivos “placebos institucionales”, [FN23] ficciones representativas con poco o ningún poder real de adelantar sus reclamos y proteger sus intereses particulares.
Vista la arena política como espacio de lucha, la inclusión de estos grupos requiere más que el mero reconocimiento en la participación. Debe ir precedida, en primer término, de garantías que les permitan expresarse y manifestar sus quejas y reclamos. Es decir, del reconocimiento del derecho que tienen para expresar cuáles son las condiciones que los colocan en posición desigual respecto a los demás y qué cambios urgen para remediar sus circunstancias individuales y colectivas. Segundo, debe reconocerse la validez y legitimidad de un espacio político donde los individuos que comparten reclamos puedan encontrarse, con el fin de estructurarse colectivamente y deliberar internamente cuál será la formulación de sus reclamos para finalmente llevarlo a otros ciudadanos y ante el Estado. Este derecho y espacio no ha de depender de la acogida de las instituciones de poder o de un rol accesorio en las instituciones actuales. Creemos que el reconocimiento de la protesta, tal como la planteamos, brinda el lugar idóneo para que los desiguales forjen su participación verdaderamente deliberativa y democrática. Por ende, al responder los cuestionamientos sobre protesta para quién y para qué, surgen nuevas justificaciones para el reconocimiento de la queja como derecho y como espacio en sí mismo. *52 Lejos de planteamientos ilusorios, es necesario advertir que la protesta no eliminará las desigualdades de los individuos. Incluso, con toda probabilidad, aquellas distinciones sociales, económicas y sociales de los ciudadanos se reproducirán en el espacio deliberativo de la protesta que se busca proponer. Luego de dilucidar quiénes son los que protestan, es pertinente cuestionar para qué sirve la protesta si no podrá remediar las desigualdades que inhiben la participación verdaderamente democrática. Habría que recalcar que la protesta, incluso desde una férrea defensa para concebirla como derecho o como espacio, no será la panacea donde se resolverán las múltiples facturas del sistema democrático. Sin embargo, notamos que:
Rather than raise the standards of democracy so high that only a fully egalitarian society would be democratic, a democratic community characterized by social inequalities would have a just regime of toleration to the extent that it first of all promotes the proper attitudes of free and open communication and then, second, organizes a framework of deliberation that makes possible the effective participation of all. [FN24]
Entendemos que el primer paso hacia la inclusión de estos ciudadanos es la protección de su espacio público para re-

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clamar y expresar sus disconformidades con el diseño vigente. Se trata de una propuesta sustantiva y también procesal de la democracia capaz de insertar a estos individuos a la arena política. Esto se debe a que “by proposing the condition of publicness as capable of generating a new societal grammar ... the public sphere constitutes a place in which individuals
... can problematize in public a condition of inequality in the private sphere”. [FN25]
La implantación de este marco garantiza la participación de los grupos más desaventajados en la esfera política, a modo de remediar las desigualdades. Asegura el reconocimiento de un espacio desde el cual los que protestan podrían formular sus reclamos de modo que sean considerados al momento de tomar decisiones colectivas y maximizar así las posibilidades de considerar las desigualdades y disconformidades particulares al momento de diseñar un Estado verdaderamente democrático. Sin embargo, la formulación de estas condiciones ideales en el vacío no va más allá de ser un mero ejercicio de abstracción. Así las cosas, urge enfrentarnos a las realidades del Estado actual y cuestionarlo. Nos corresponde analizar críticamente dónde están nuestras principales instituciones respecto a la protesta y el modo en que ubican el espacio de la queja en el diseño democrático. Habría que cuestionar cómo se podría implantar ese sistema o noción de participación, precisamente aquí donde las instituciones y los mismos *53 ciudadanos se han constituido democráticamente, dándole la espalda a los desaventajados. Es decir, aun si estipulamos la necesidad de la protesta como expresión legítima y como una facultad de resistir el derecho y de reclamar el espacio deliberativo de los desiguales,
¿cómo implantamos un diseño verdaderamente democrático en un País que sistemáticamente niega y pone en riesgo la democracia? III. El discurso de la peligrosidad: El Estado y la Democracia en riesgo
El buen gobierno democrático es el que es capaz de controlar un mal que se llama simplemente vida democrática.
- Jacques Ranciere [FN26]
Cuando el Estado es incapaz de asumir la protesta como un espacio legítimo en la democracia, los discursos oficiales se desbordan de frases como: “Puerto Rico es una sociedad democrática que atesora y defiende la libre expresión . . . pero también es una sociedad de ley y orden, que no tolera el abuso y las violaciones de ley”. [FN27] Este tipo de expresión usualmente va precedida de algún acto de represión legislativa o brutalidad policiaca contra manifestantes.
Este tipo de planteamiento enuncia una política pública dirigida a desvirtuar el rol de la protesta. Esta apropiación discursiva por parte del Estado no solo imposibilita concebir la protesta como derecho o espacio, sino que la ubica como un peligro para la democracia. Para propósitos de analizar repasaremos brevemente tres aspectos del discurso de la peligrosidad que resultan relevantes para situar la protesta en la política pública actual. Estos son: el concepto del bien común, la peligrosidad de la protesta y finalmente, la propuesta de democracia que busca impulsar el discurso oficial.
Las ideas de ley y orden se asumen como los parámetros para medir una noción del bien común que debería anteponerse a la posibilidad de tolerar la queja y protesta al tiempo en que desvía la atención del origen y las razones del reclamo. Los discursos oficiales sobre las manifestaciones y protestas evidencian ese “triste hábito de recurrir a conceptos tales como el de ‘bien común’ para justificar decisiones de gobiernos de turno restrictivas de la libertad”. [FN28] La frase ley y *54 orden viene acompañada del sujeto el Pueblo, por lo que recurre a la lógica de un gobierno legitimado por la mayoría que ha establecido bajo qué tipo de normas habrá de convivir. [FN29] La tolerancia a la protesta está condicionada por los límites que propone el beneficio general, avalados por la voluntad mayoritaria. La protesta se podría dar siempre que no menoscabe la efectividad de la norma. Esto implica que una protesta que transgreda las propuestas normativas del Estado carece de legitimidad, porque solo representa a una facción o grupo particular. Tal tolerancia a la manifestación de los reclamos no pasaría de ser discursiva, una vez que de facto se observa el espacio de la protesta como uno ilegítimo y carente de reconocimiento en el proyecto del Pueblo.

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Esta postura se opone a los planteamientos de una democracia concebida a partir del reconocimiento de unos derechos esencialísimos. Esta noción del bien común se opone a uno de los principales postulados de Dworkin, quien denunció que:
Ningún sentido tendría jactarnos de que respetamos los derechos individuales a menos que ello lleve implícito cierto sacrificio, y el sacrificio en cuestión debe ser que renunciemos a cualesquiera beneficios marginales que pudiera obtener nuestro país al dejar de lado estos derechos toda vez que resulten inconvenientes. De modo que el beneficio general no constituye una buena base para recortar los derechos, ni siquiera cuando el beneficio en cuestión sea un incremento del respeto por la ley. [FN30]
El bien común es contingente a las realidades sociales, económicas y políticas que se manifiestan de manera compleja y convulsa. Cuando el bien común se limita a refrendar los espacios de ley y orden, como componente estático que menoscaba los derechos de los grupos minoritarios, es esta política de beneficio general la que carece de legitimidad.
El segundo aspecto que nos interesa resaltar es el de la peligrosidad. El discurso oficial tiende a explotar eventos particulares sucedidos en la protesta para tildar a los manifestantes y a la protesta como elementos peligrosos en el sistema democrático. Es importante señalar que estos eventos no tienen que ser materialmente peligrosos o violentos. Para que el
Estado denomine el espacio de la protesta como uno eminentemente peligroso basta que implique una amenaza contundente, o al menos visible, que atente contra la política pública. Es esa *55 amenaza la que se magnifica mediante el discurso oficial y se dibuja como contraparte de la estabilidad y de la democracia. De igual manera, se agigantan los actos violentos y los aislan de la legitimidad de los reclamos y de la represión institucional. Incluso estas violencias
[S]uelen ser magnificadas al extremo por quienes deslegitiman los reclamos y propugnan la represión indiscriminada de cualquier protesta social, pese a que la magnitud de la violencia contradictoriamente practicada no sea ni remotamente comparable con el grado de las violencias a las que históricamente se ha sometido a quienes protestaron. . . . [FN31]
Este tipo de discurso tiene múltiples efectos. En primer término, busca restarle importancia a los objetivos y reclamos de los manifestantes mediante la criminalización, al menos discursiva, de las actividades de queja. Segundo, la caracterización de las manifestaciones y de los manifestantes como agentes nocivos al orden público, estrechamente relacionado al bien común, permite la elaboración de motivos que permitan la censura y represión de la protesta. Entre las justificaciones constantes se encuentran la protección al ciudadano, su propiedad y vida y el indelegable deber del Estado de salvaguardar la estabilidad del sistema democrático. Tercero, se cuestiona la legitimidad de presentes y futuros actos de protesta por ser todos considerados dañosos. Un acto violento suscitado en una manifestación particular puede potencialmente trasladarse a otra manifestación que ahora vendrá a ser considerada igualmente peligrosa. En la medida en que esto ocurre se dificulta la posibilidad de mantener derechos y espacios políticos desde donde protestar. En cuarto lugar, el discurso de la peligrosidad funciona como disuasivo para otros individuos que en el futuro considerarán la protesta como espacio legítimo para reclamar, disponiendo un límite claro a las expresiones de los ciudadanos. Las locuciones del
Gobernador evidencian este planteamiento al indicar que: “Como no tienen razón ni creen en la democracia lo único que tienen para justificar su causa es provocar que les den un macanazo . . . eso es lo que han estado buscando desde el principio . . . para luego pretender generar simpatía para su ‘causa’. Bueno, pues se pasaron de la raya”. [FN32] En una democracia fracturada, esa raya, ese límite que tiene el Estado para determinar quien pasa de ser un ciudadano protector del bien común, la ley. el orden y la estabilidad del diseño actual a ser un agente peligroso.
Por último, nos preguntamos qué tipo de democracia es la que propone este discurso oficial. Si consideramos que la protesta, como derecho y como espacio, debe ser un componente esencialísimo del diseño democrático, ¿ dónde queda una propuesta democrática que restringe y excluye la protesta del proyecto de País? Es relevante observar cómo se hilvana discursivamente esta propuesta, ante quién y en qué contextos para entender de qué tipo de democracia se habla y

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cuál es la verdadera puesta en peligro. Recientemente, el Comisionado Residente,*56 Pedro Pierluisi reaccionó a las gestiones para realizar una marcha multitudinaria contra el Gasoducto diciendo: “Cualquier asuntos [sic] que se levante, ya sea en estas protestas o en comentarios públicos, uno lo escucha, uno lo atiende, uno lo considera, pero nadie puede pretender que porque proteste o porque se queje, se le va dar la razón. Así no funciona la democracia”. [FN33] Expresiones como esta inundan los discursos oficiales, minimizando el rol de la protesta ante las perspectivas mayoritarias y eliminando su potencial de proponer un cambio institucional. Como se mencionó con anterioridad, es un retorno en el que la protesta pasa a ser un mero placebo institucional, un elemento accesorio a la democracia. Del mismo modo obvian que
“en una democracia representativa la única alternativa con la que cuentan los ciudadanos para cambiar el rumbo de las cosas es la de protestar y quejarse frente a las autoridades”. [FN34] Esa visión de minimizar la protesta no considera que más allá de un mero buzón de quejas, la protesta es también un espacio para proponer un diseño democrático más inclusivo y participativo. Por tanto, debería considerarse como parte esencial de un diseño democrático pleno.
Sin embargo, el discurso oficial nunca expresa qué es eso que sí debe considerarse como democracia. Habría que enmarcar estas expresiones y comprobar su validez ante el sistema instaurado por la Constitución, la democracia representativa, para determinarlo. ¿Excluye la perspectiva mayoritaria la protesta? ¿La concibe peligrosa? ¿La desincentiva? Gargarella afirma que:
[U]na democracia representativa decente no puede convivir con la exclusión sistemática de ciertas voces y mucho menos con la marginación de voces que tienen mensajes muy importantes para transmitir. Cuando ello ocurre, el sistema institucional pleno comienza a viciarse, y las decisiones que se adoptan pierden--cada vez más-imparcialidad y, por lo tanto, respetabilidad. [FN35]
Quizás el discurso oficial no afirma de manera contundente cómo es la democracia, o cómo debería ser porque, en síntesis, carece de una propuesta legítima y verdadera de la democracia. No encontramos una propuesta de cómo es la democracia en una conveniente definición del bien común, en la defensa de la ley y el orden como indicadores del bienestar general, en la minimización de los reclamos ante una denuncia desproporcional de la peligrosidad de la protesta ni en la delimitación de los espacios y potencialidades de los reclamos. Se pierde legitimidad cuando ni siquiera discursivamente pueden protegerse las garantías ciudadanas. No puede haber una democracia robusta cuando se menoscaban los
*57 derechos de los ciudadanos, particularmente los más afectados, y se restringe el espacio político desde donde se ejerce el derecho a reclamar estos derechos. Cuando la protesta se considera un peligro para la democracia, la democracia misma está en riesgo. No puede existir democracia sin protesta y no hay protesta donde esta existe condicionada a las eventualidades de un proyecto de País que discursivamente la niega y repudia.
IV. ¿Cómo se tipifica un Derecho?: Democracia y criminalización
Una vez el discurso oficial abre una brecha, aparentemente irreconciliable, entre la protesta y el espacio político de la democracia, las propuestas normativas perpetúan las nuevas definiciones y actitudes institucionales ante la protesta. Para propósitos de este escrito, limitaremos el análisis de estas leyes. No buscamos reseñar las innumerables violaciones a las garantías del Derecho Penal, o analizar los procesos atropellados que resultaron en la aprobación de las mismas. Habiendo esbozado la política jurídica de estas leyes en el acápite anterior, nos enfocaremos en el tema de la idoneidad de que sean estas normas las que canalicen el asunto de la protesta en nuestra democracia. Nos interesa ver qué implicaciones, si alguna, tienen para el devenir de una democracia verdadera y robusta.
Inicialmente, habría que afirmar que la protesta es siempre atípica. [FN36] La criminalización de la actividad de disentir equivale a la censura de una premisa fundamental en la democracia por lo que se espera que el Estado sea particularmente cuidadoso [FN37] al crear nuevos delitos relativos a los reclamos. Zaffaroni afirma que: “Si bien la protesta no

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es una actividad fomentada por el Estado, es un elemental derecho constitucional e internacional, cuyas consecuencias tampoco pueden ser típicas ni siquiera contravencionalmente en estos casos”. [FN38] Sin embargo, el Estado no siempre toma en cuenta estos límites. En virtud de la política pública se embarca en un proceso constante de crear leyes especiales y reglamentos dirigidos a obstaculizar la manifestación de los reclamos, optando por atender las quejas de los grupos particulares mediante el castigo. Se denota así no solo una falta de cautela para atender los problemas que afectan a estos sectores, sino una ausencia de capacidad para responder a las exigencias, deberes y responsabilidades que impone la democracia.
*58 En épocas recientes, la legislación del País se ha abarrotado de disposiciones que aunque no prohíben la protesta en sí misma, [FN39] criminalizan actividades y elementos que de ordinario se vinculan a las manifestaciones. La ley prohíbe impedir el acceso a construcciones, áreas académicas o médicas y la utilización de capuchas o cualquier instrumento que cubra el rostro. Así también, reglamentos particulares, como el de la Universidad de Puerto Rico, primera institución de enseñanza pública, refrendan este tipo de prohibiciones. En este caso, se prohíbe el realizar y promover marchas, piquetes, actividades multitudinarias y la utilización de artefactos vinculados con los huelguistas, como las patinetas. Tras haber repasado los componentes básicos del discurso oficial, la enumeración de estas leyes basta para convencernos de que ha sido mayor el esfuerzo depositado en la formulación de las mismas que el invertido en atender o brindar el espacio al que tienen derecho los que disienten.
En la arena política, la aprobación y aplicación de este tipo de normas propone nuevas definiciones a los ciudadanos sobre cuáles son los límites de la democracia y en qué consistiría la protesta autorizada. Zaffaroni hace un análisis que podría resultar idóneo para entender qué tipo de democracia es la que propone tal sucesión de leyes. Señala que:
Siempre que se extrae una cuestión de su ámbito natural y se le asigna una naturaleza artificial (como es la penal) se garantiza que el problema no será resuelto. . . . [P]retender la criminalización de la protesta social para resolver los reclamos que lleva adelante, es exigir a los poderes judiciales una solución que incumbe a los poderes estrictamente políticos del Estado y, por ende, cualquier omisión del esfuerzo de contención del derecho penal resulta no sólo inconveniente, sino también inconstitucional desde la perspectiva de la separación e independencia de los poderes del Estado. [FN40]
Si compartimos la premisa de que “los reclamos sociales son, en el fondo, problemas políticos o de gobierno”,
[FN41] entendemos que la criminalización no debe ser la primera alternativa a la que recurra el Estado. Si en una democracia es al propio Estado al que corresponde resolver o cuando menos respetar y tolerar el reclamo ciudadano mediante el reconocimiento del espacio político para protestar “resulta incomprensible que el Estado, por un lado, concurra a resolver el conflicto o a cuidar a los reclamantes y, por el otro, pretenda criminalizarlos”. [FN42] La protesta autorizada, como la democracia que debería ser, tampoco se encuentra definida en los reglamentos. No obstante, colegimos, a partir del marco de prohibiciones, que se trata de reducirla y enmarcarla en pequeños espacios y *59 maneras específicas desde donde la protesta no solo sería inefectiva, sino inaudible. Otorgar al Estado el control sobre la forma en que se protesta violaría la autonomía del espacio político que precisamente reclaman los desaventajados para disentir. Es decir, sería aceptar otro modo de acallar sistemáticamente sus voces.
V. La responsabilidad judicial ante la protesta y la ausencia de respuestas
En nuestra jurisprudencia no hay una sola mención sobre el derecho a la protesta; así como no existe en el esquema normativo, tampoco ha sido contemplada en el análisis judicial. En el mejor de los casos, y cuando la importancia de los reclamos no se supedita totalmente a los reclamos de derechos privados, las menciones en el ordenamiento se concentran en discusiones sobre el derecho constitucional a la libre expresión, a la asociación y a las huelgas obreras. Como hemos

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mencionado anteriormente, el reconocimiento de actividades vinculadas a la protesta mediante estas disposiciones constitucionales resulta, aunque importante insuficiente. Fuera de estos resquicios normativos, parecería que “el fundamental derecho a criticar a las autoridades no parece ocupar un lugar privilegiado en la escala de valores utilizada por una mayoría de funcionarios políticos, jueces y fiscales, en el cumplimiento de sus tareas”. [FN43] Así las cosas, optamos por hacer un análisis sobre lo que bien podríamos denominar la no respuesta judicial ante el problema de la protesta e indagar sobre la responsabilidad que tienen los tribunales de dilucidar sobre la posibilidad que tienen los ciudadanos de reclamar en una democracia. Nos preguntamos, a partir del diseño democrático, si son los tribunales un foro efectivo para canalizar los reclamos y cuán deseable es hacer de la protesta un asunto justiciable.
Algunos han planteado la posibilidad de encontrar en los tribunales el reconocimiento y protección de los derechos sociales. Desde esta perspectiva, la intervención judicial se contempla como el espacio a donde los individuos pueden recurrir para ser escuchados, reconocidos como sujetos políticos y acreedores del derecho a protestar. No se trata de una propuesta libre de críticas. Los defensores de la democracia mayoritaria rechazan la intervención judicial porque ésta le reconocería una “mayor legitimidad de [la] que dispondrían los órganos electivos, respecto de los jueces, para encarar los asuntos más trascendentes de una sociedad democrática”. [FN44] Ante esta resistencia, los que creen en la intervención judicial entienden que los jueces podrían asegurar que se garantice ese “piso *60 mínimo” [FN45] al que los ciudadanos están legitimados, precisamente cuando aquellas ramas que si han sido elegidas por las mayorías no pueden proveer tales condiciones. No obstante, previo a insertarse en este debate sobre teorías de la democracia y la intervención o abstención judicial serían necesarios los argumentos, fundamentos contenidos en las decisiones, que detallen como los jueces se observan a sí mismos en relación con el diseño democrático. Cuando los tribunales son miopes, como los nuestros, tendríamos que adjudicar la carencia de decisiones sobre la protesta no a la ausencia de las manifestaciones sino a la falta de argumentos.
Gargarella señala que los jueces tienen una posición privilegiada, particularmente en la democracia deliberativa, en tanto vienen obligados a escuchar. Así también vienen obligados a proponer que exista o no un consenso sobre cuáles son esos mínimos que hay que salvaguardar o cuándo deben protegerse:
La democracia deliberativa no excluye la revisión judicial como un posible arreglo institucional, pero insiste que frecuentemente habrá desacuerdo acerca de cuáles libertades deben ser inviolables, y considera que incluso cuando existe acuerdo habrá una razonable disputa acerca de su interpretación y acerca de cómo deben ser consideradas en relación a otras libertades. [FN46]
Aún cuando se rechace otorgar un espacio político a la protesta y se opte por reprimir las manifestaciones en virtud de las normas existentes, “los jueces que se rehúsan a aplicar los derechos sociales deberían explicarnos por qué utilizan las teorías interpretativas que utilizan, en lugar de otras, que podrían llevarlos a sostener resultados distintos a los que hoy defienden en sus decisiones”. [FN47] Mientras tanto, el foro judicial seguirá siendo ineficaz en proponer un espacio verdaderamente deliberativo, pues el debate no puede existir allí donde no existen fundamentos.
Incluso suponiendo que tal análisis jurídico existe, la Rama Judicial no podría suplantar la necesidad de reconocer el espacio político de la protesta. El Tribunal no puede ser el único foro para que las personas lleven sus reclamos. Sería reproducir, en un foro más especializado, los mismos obstáculos a los que se enfrentan los disconformes cuando acuden a cualquier otra institución del Estado. Podría darse, como sin lugar a duda ocurre, que no exista tal cosa como independencia judicial y que las decisiones, aún fundamentadas, se dirijan a proteger la política pública del gobierno de turno. Así también, debe señalarse que el *61 diseño actual ha sido incapaz de garantizar el acceso igualitario a la justicia, por lo que quedarían desplazados precisamente aquellos que exigen poder quejarse.
Esto no implica que la existencia de herramientas judiciales no pueda servir para vindicar la importancia del derecho

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y el espacio de la protesta, estén éstos reconocidos o no por el ordenamiento. Así las cosas, mencionamos brevemente algunos de los tests propuestos para que los tribunales puedan adjudicar adecuadamente una controversia sobre el derecho a disentir. [FN48] Debe considerarse: la accesibilidad a otras instituciones presentes en la democracia, la concepción de la protesta como un derecho inherente al organigrama democrático que no debe considerarse en mera oposición al bien común mayoritario, la incapacidad del derecho penal para abarcar la protesta, las desigualdades imperantes en la sociedad y las formas de exclusión de la arena política. Es decir, el Tribunal debe dirigir sus fundamentos a la discusión de que “[t]ales intereses fundamentales [los envueltos en la protesta] no representan, simplemente, otros intereses más, que se suman a los diversos derechos y pretensiones en conflicto: ellos son los intereses que el Estado debe cuidar”. [FN49]
Sin importar el resultado, se toleraría la deliberación en este foro al tiempo que se protegería el espacio de la protesta y se fomentaría una mejor democracia.
Conclusión
¿Es el exceso y la coerción en la protesta un peligro para la Democracia? A lo largo de este escrito nos hemos enfocado en aquellas manifestaciones de la protesta donde el Estado no debe intervenir, condenando aquellos actos discursivos, legislativos y judiciales donde la intromisión institucional redunda en un menoscabo de este espacio político. Sin embargo, hay una interrogante que debemos enfrentar al momento de lanzar los señalamientos finales y es aquella que se dirige a cómo debe lidiar el diseño verdaderamente democrático cuando la protesta sí es peligrosa. ¿Debe, aún así, preservarse y tolerarse el derecho a la protesta o podría alegarse que cuando la protesta es violenta la democracia debe acallarla y vedarle un espacio en su diseño? Para tratar de responder estas interrogantes, y dirigiéndonos a una propuesta de democracia deliberativa, señalaremos los puntos de encuentro y desencuentro entre coerción y deliberación.
La protesta puede entenderse no solo como derecho sino como contraderecho, una vez “el protestante (o los protestantes) se manifiesta(n) de forma que lesionan el derecho del otro, cuando alteran el orden público o el bien común”.
[FN50] Generalmente, los reclamos al Estado siempre envuelven esta oposición de derechos en mayor o menor medida, una vez los que se manifiestan buscan ejercer presión sobre los ciudadanos y el ojo público. Ya sea una obstrucción al paso o *62 un cierre de algún edificio, los actos de protesta buscan más que llamar la atención sobre sus reclamos. Al respecto Medearis señala que:
Mere recognition is not enough because social movements cannot bring their grievances before an impartial court, prepared to judge whether their goals and forms of argument are consistent with an appropriate set of values and standards. Instead, movements must mount their challenges in particular conflictive environments structures by existing social relations, usually unfavourable to their cause. [FN51]
Los individuos que protestan buscan lograr un cambio en las instituciones y prácticas del Estado. Puesto que el entorno en el que se protesta reproduce las desigualdades a las que están sujetos, el Estado resiste a las exigencias de estos ciudadanos. Así las cosas, en distintos grados, deben lograr una instancia de poder, [FN52] capaz de demostrar su potencialidad de transformar el diseño vigente.
Primeramente, habría que distanciar el análisis de la coerción y la democracia deliberativa de la premisa simplista de los derechos de uno acaban donde empiezan los ajenos. Esta relación no podría fundamentarse en la comprensión de la protesta como un choque entre derechos sujetos a ser balanceados. De ser así, descartaríamos el rol primordial que hemos otorgado a la protesta en el contexto democrático, adoptando los análisis miopes previamente criticados. A lo que nos referimos es al hecho de que toda protesta, por ser en sí misma un derecho a resistir el derecho, suele recurrir a la coerción, aunque en distintos grados. Tanto los piquetes, sit-ins y marchas proponen una lesión, aunque aparentemente insignificante o proporcionalmente justificada, a algunos bienes jurídicos o derechos. [FN53] Sin embargo, al momento

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de proponer un diseño democrático, resulta más sencillo justificar este tipo de actividades y protegerlas en oposición a otras más violentas. Habremos llegado entonces a una aparente contradicción. Si toda protesta conlleva cierta coerción y que toda democracia debe proteger la protesta, parecería establecerse que una verdadera democracia debe tolerar las manifestaciones de estas restricciones. ¿No resultaría esto peligroso para la democracia?*63 ¿Cuánta coerción es suficiente? ¿Hasta dónde tendría la democracia que soportar?
En una democracia robusta y deliberativa se defiende la fuerza del mejor argumento en virtud de la participación e inclusión de voces. En oposición al respeto por las decisiones individuales, “[t]he deliberative conception of coercion seems to highlight particularly actions that compel others to act, or to accept a decision, despite their objections, or without regard for the fact that those compelled do not share the relevant values, aims or reasons”. [FN54] Por un lado, la democracia deliberativa defiende una moralidad dirigida a la tolerancia de las diversas voces. Por otra parte los que protestan tienden “to link their goals to widelyshared values, and there may exist ample facts that support their claims”, sin creer que esto les garantice “effective democratic inclusion”. [FN55] Por tanto, la brecha entre democracia deliberativa y coerción en los movimientos sociales parecería ser insalvable. Sin embargo, entendemos que tal incompatibilidad no es real. Al menos no automáticamente.
Aunque habría que distinguir aquellas situaciones donde la violencia tiene un rol preponderante sobre el reclamo, la coerción puede ser una cuña para adelantar objetivos democráticos. Incluso, la coerción puede ser el único mecanismo con el que cuenten los marginados para protestar:
[S]ocial movements operate in an inhospitably-structured social world, in which the problems they wish to address are already framed to their disadvantage, and in which individuals incur costs in reconsidering those frames.
If this were not so, then ‘getting attention’ might suffice to move an issue into effective public discourse. But as it is, most people are likely to continue to process information and ideas that are brought to their attention much as they have done in the past - unless they have a strong incentive to do otherwise. A sense of crisis can provide such an incentive. [FN56]
El sistema democrático debe aspirar a atender a sus ciudadanos sin necesidad de coerción o violencia. Sin embargo, y ante la realidad hostil en que se dan estos reclamos, no debe descartarse la protesta como un acto violento y consecuentemente antidemocrático. Pese a que lo ideal sería que ciudadanos tuvieran acceso a mejores condiciones y mecanismos para reclamar, las desigualdades, la carencia de participación y la inefectividad de las instituciones no parecen proveer otra alternativa. Aun cuando pueda afirmarse que han existido protestas donde la violencia no ha sido necesaria y la perturbación de otros ciudadanos ha sido mínima, un sinnúmero de circunstancias históricas no permite la disidencia pasiva. Cuando las instituciones son incapaces de canalizar la protesta o de tan siquiera discutirla, la violencia surge como único recurso y por tanto, adquiere validez y relevancia como instrumento político.
*64 La alteración del funcionamiento del Estado, aun siendo momentánea, propone un método distinto de quehacer social, económico y político. En todo caso, esta instancia de poder podría redundar en un enriquecimiento del discurso público no ya para persuadir, sino para traer a la atención de los demás ciudadanos los reclamos que hasta el momento han pasado por desapercibidos. Plantea Zizek que:
La verdadera lucha política, como explica Ranciere contrastando a Habermas, no consiste en una discusión racional entre intereses múltiples, sino que es la lucha paralela por conseguir hacer oír la propia voz y que sea reconocida como la voz de un interlocutor legítimo. Cuando los “excluidos” . . . protestan contra la élite dominante .
. . la verdadera apuesta no está en las reivindicaciones explícitas (aumentos salariales, mejores condiciones de trabajo . . .), sino en el derecho fundamental a ser escuchados y reconocidos como iguales en la discusión. [FN57]
Es precisamente esta lucha la que ha sido consistentemente acallada, en lugar de protegida, por los poderes habidos

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en este diseño democrático. La sucesión de argumentos o ausencia de los mismos en la Rama Ejecutiva, Legislativa y Judicial han trazado una frontera ficticia entre los ciudadanos desaventajados que urgen protestar y el bienestar democrático. Habría entonces que validar aquellos actos individuales y colectivos que intentan hacer colapsar este muro para acercarse a una verdadera democracia. Habría que reconocerla incluso en aquellos intentos en que la protesta resulte realmente peligrosa, puesto que sirve para develar los reclamos sobre los que se alzan los actos violentos.
Aceptamos el planteamiento de Gargarella, respecto a que la deliberación no garantiza unanimidad de propósitos o acuerdos armónicos, pero sí “la revelación o estallido de conflictos”. [FN58] El que estas denuncias y quejas ante el Estado acaparen la atención y el debate público no implica que las mismas serán remediadas, que será finalmente reconocido un derecho a la protesta o un espacio político desde el cual los individuos se sientan legitimados a exigir. Sin embargo, el reconocimiento de estas instantáneas de poder permite que se revelen las incongruencias y desigualdades, explicar las razones que llevan a los individuos a manifestarse y deliberar sobre cómo se constituyen los ciudadanos respecto a la protesta en el diseño democrático y frente el Estado. Ante todo, reconocer y deliberar sobre el espacio de la protesta provoca, necesariamente, el cuestionamiento y la problematización: el esfuerzo consciente de poner ésta democracia en riesgo. [FNa1]. Estudiante de tercer año de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico; Bachillerato en Ciencias
Políticas, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, 2003.
[FN1]. Raúl Zaffaroni, Derecho penal y protesta social, en ¿Es legítima la criminalización de la protesta social?: Derecho
Penal y libertad de expresión en América Latina 5 (Eduardo Bertoni ed., 2003).
[FN2]. Para un desarrollo histórico de estos principios democráticos véase Adam Przeworski, ¿Qué esperar de la democracia?: Límites y posibilidades del autogobierno (2010). Este autor propone, además, que así como existe un consenso de que estas son las premisas básicas de la democracia, las mismas están cargadas de fragilidad.
[FN3]. Id. en la pág. 43.
[FN4]. Roberto Gargarella, El derecho a la protesta: El primer derecho 19 (reimp. 2007) (2005).
[FN5]. Lucas Arrimada, Sin frenos ni contrapesos. Democracia deliberativa: Mucho más allá del presidencialismo y parlamentarismo, en La democracia deliberativa a debate 75, 77 (Leonardo García Jaramillo coord., 2011). El autor, al describir la inmovilidad de la democracia representativa y del diseño de pesos y contrapesos plantea que en este esquema se limitan a los:
[R]epresentantes en el poder legislativo (dividiendo soberanías) con institutos contramayoritarios (como el veto presidencial) e instituciones contramayoritarias (como el poder judicial . . .) y por último, con (frecuentemente) un poder ejecutivo que (si bien ‘reducido’ en comparación a su antecesor monarca absoluto) cuenta con facultades que lo hacen temible y pasible de ser considerado un seudo monarca constitucional (cuando no un tirano o dictador constitucional).
Id. en las págs., 77-78.
[FN6]. Véase Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 5, donde el autor enfatiza que:
El derecho de protesta no sólo existe, sino que está expresamente reconocido por la Constitución Nacional
[Argentina] y por los tratados internacionales y regionales de Derechos Humanos, pues necesariamente está implícito en la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. . . .Estos dispositivos imponen a todos los Estados el deber de respetar el derecho a disentir y a reclamar públicamente por sus derechos y, por supuesto, no sólo a reservarlos en el mero interno, sino a expresar públicamente sus disensos y reclamos.

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Id.
[FN7]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 26.
[FN8]. Id. en la pág. 19.
[FN9]. Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 2.
[FN10]. Boaventura de Sousa Santos y Leonardo Avritzer, Democratizing Democracy: Beyond the Liberal Democratic
Canon, en I Reinventing Social Emancipation: Toward New Manifestos, en xliii (Boaventura de Sousa Santos ed., 2008).
[FN11]. Podría entonces plantearse que la necesidad del espacio de protesta es solo coyuntural o temporal. Sin embargo, entendemos que en la medida en que la continuidad de conflictos y, ante todo, desigualdades en la sociedad está asegurada por el propio diseño institucional, este espacio debe ser reconocido con carácter de permanencia.
[FN12]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 30.
[FN13]. Al elaborar sus planteamientos sobre la protesta como derecho, algunos autores insisten en que la disidencia se perfila como un acto inclusivo y accesible a la totalidad de la ciudadanía. Véase Eduardo Rodríguez Veltzé y Farit Rojas
Tudela, Criminalización y Derecho a la Protesta, en ¿Es legítima la criminalización de la protesta social?: Derecho Penal y libertad de expresión en América Latina, supra nota 1, en la pág. 31, donde los autores argumentan que la protesta, tanto individual como colectiva “puede [] ser ejercida por cualquier persona, sin discriminación alguna, puesto que se trata de un derecho consagrado con criterio universal, pues, en primer lugar; corresponde a toda persona, es decir, toda persona natural o moral, nacional o extranjera, domiciliada o no en el país, de derecho público o de derecho privado, estatal o no estatal”. Id. Sin embargo, la premisa que se busca elaborar en esta sección no va dirigida a la posibilidad que tienen los ciudadanos de expresar su queja o disconformidad, sino a quiénes son aquellos sujetos que, fácticamente, optan por así hacerlo.
[FN14]. Roberto Gargarella, Constitucionalismo versus Democracia, en I Teoría y crítica del Derecho Constitucional:
Democracia, 23, 32 (Roberto Gargarella, coord., 2008).
[FN15]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 159.
[FN16]. Véase Przeworski, supra nota 2, en las págs. 43-45, donde el autor expone dos tesis principales para explicar porque el diseño democrático de los fundadores de la instituciones representativas, entre ellos los creadores de la
Constitución norteamericana, no resultaban funcionales respecto a los principios de igualdad y representatividad.
Primero, la fundación de las instituciones representativas era lógicamente incoherente y prácticamente irrealizable. Segundo, las disposiciones incluidas por éstos individuos estaban enmarcadas en una racionalización de sus intereses y la protección de sus privilegios, principalmente su propiedad.
[FN17]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 157.
[FN18]. Przeworski, supra nota 2, en la pág. 52.
[FN19]. Jaques Ranciere, El odio a la democracia (Eduardo Pellejero trad., 2008) (2005), disponible en http://www.scribd.com/doc/56482251/Ranciere-Jaques-El-Odio-a-La-Democracia.
[FN20]. Gargarella, supra nota 14, en la pág. 35.

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[FN21]. Véase Gargarella, supra nota 4, en la pág. 162.
[FN22]. Véase Ranciere, supra nota 19, quien advierte que:
Decir que un movimiento político es siempre un movimiento que desplaza las fronteras, que extrae la componente propiamente política, universalista, de un conflicto particular de intereses en tal o cual punto de la sociedad, es decir, también, que siempre se arriesga a quedar confinado, a acabar de hecho en la mera defensa de los intereses de grupos particulares en combates singulares.
Id.
[FN23]. Arrimada, supra nota 5, en la pág. 79. El autor al desarrollar su postura sobre estas ficciones del esquema representativo señala que:
Su fuerza es falsa dado que el único efecto que puede llegar a obtener es un efecto placebo. Cuando los demás actores institucionales son (de alguna manera) conscientes de la fragilidad, debilidad o ineficacia de la acción (autónoma o asistida) de dicho actor institucional, sus acciones, efectos e incidencias pasan al campo de la retórica carente de capacidad institucional para actuar (contrapesar, controlar, frenar, proteger derechos, etcétera).
Id. en las págs. 79-80.
[FN24]. James Bohman, Deliberative Toleration, 31 Pol. Theory 757, 770 (2003).
[FN25]. Sousa Santos, supra nota 10, en la pág. xliv (cita omitidas). Al respecto el autor añade que: “The public actions of individuals allow them to question their exclusion from political arrangement through [the following] principle of societal deliberation . . .: ‘Only those action-norms are valid which count on the assent of all the individuals that participate in a rational discourse”. Id. (cita omitida).
[FN26]. Ranciere, supra nota 19.
[FN27]. Esta frase surge de expresiones del Gobernador Luis G. Fortuño publicadas en la página oficial de la Fortaleza en la red social Facebook, véase Fortaleza de Puerto Rico, Deplorable provocación a la violencia, Facebook (1 de julio de 2011, 7:20am), http://www.facebook.com/note.php?note_ id=406396765665.
[FN28]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 36 (citando a la disidencia del Ministro Doctor Enrique Santiago Petracchi en el caso de la Corte Suprema de Justicia de la Nación [CSJN], 22/11/1991, “Comunidad Homosexual Argentina c.
Resolución Inspección General de Justicia / recurso extraordinario”, Fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
(1991-2-1616) (Arg.).
[FN29]. Otra de las expresiones del Gobernador fue:
En esta Administración el Pueblo debe estar tranquilo de que seguiremos actuando con prudencia . . . dando espacio para protestar a todo el del [sic] mundo . . . pero velando porque los derechos de uno terminen donde empiezan el
[sic] de los otros . . . así que el Pueblo debe estar igualmente tranquilo de que este es y seguirá siendo un país de Ley y
Orden, y de que vamos a hacer valer y cumplir la ley.
Fortaleza de Puerto Rico, supra nota 27. Véase Ranciere, supra nota 26, para comparar las expresiones del Gobernador con la idea propuesta por el autor.
[FN30]. Ronald Dworkin, Los derechos en serio 288 (Editorial Ariel 1984) (1977).
[FN31]. Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 4.
[FN32]. Fortaleza de Puerto Rico, supra nota 27. Véase también Ranciere, supra nota 26.
[FN33]. Sandra Caquías Cruz, Nada parará la construcción del gasoducto, El Nuevo Día, 28 de abril de 2011, http://

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www.elnuevodia.com/nadapararalaconstrucciondelgasoducto-952209.html (énfasis suplido) (expresiones del comisionado residente Pedro Pierluisi a la prensa).
[FN34]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 60. Aunque el autor lo propone de forma totalitaria, cabe hacer la salvedad de que esta premisa es cierta cuando las instituciones democráticas no están dispuestas a considerar con seriedad las propuestas que surgen de los reclamos.
[FN35]. Id. en la pág. 61.
[FN36]. Eduardo Bertoni, Introducción, en ¿Es legítima la criminalización de la protesta social?: Derecho Penal y libertad de expresión en América Latina, supra nota 1, en la pág. IV (citando a Raúl Zaffaroni).
[FN37]. Reconocemos la existencia de criterios que, razonablemente usados, denotan la cautela institucional al momento de limitar la protesta, tales como las doctrinas de tiempo, lugar y manera propias del derecho constitucional norteamericano.
[FN38]. Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 8.
[FN39]. Tal prohibición absoluta sería virtualmente imposible para el Estado, una vez que el derecho constitucional protege la libertad de expresión y asociación de los individuos y consecuentemente, las actividades de protesta.
[FN40]. Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 15 (énfasis suplido).
[FN41]. Id. en la pág. 14.
[FN42]. Id.
[FN43]. Gargarella, supra nota 4, en la pág. 28.
[FN44]. Marcelo Alegre, Igualitarismo, Democracia y Activismo Judicial, en El Derecho a la Igualdad: Aportes para un
Constitucionalismo Igualitario 156, (Marcelo Alegre y Roberto Gargarella eds., 2006).
[FN45]. Id. Según Alegre los jueces pueden forzar al resto del Estado ya que “[p]ueden invalidar medidas que vulneren el mínimo social, ordenar las prestaciones que correspondan, declarar la inconstitucionalidad de normas, etc.” Id. en las págs. 159 - 160.
[FN46]. Roberto Gargarella, ¿Democracia deliverativa y judicialización de los derechos sociales?, Perfiles Latinoamericanos, núm. 28, julio diciembre
2006,
en
9,
20, disponible en http:// redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=11502801 (citando a Davis Thompson).
[FN47]. Id. en la pág. 18.
[FN48]. Véase Gargarella, supra nota 4, en las págs. 59-85.
[FN49]. Id. en la pág. 43.
[FN50]. Rodríguez Veltzé, supra nota 13, en la pág. 31.
[FN51]. John Medearis, Social Movements and Deliberative Democratic Theory, 35 Brit. J. Pol. Sci. 53, 58 (2005).

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[FN52]. Id. en la pág. 56 (traducción suplida).
[FN53]. Cuando hablamos de proporcionalmente justificadas distanciamos esta clase de manifestación de aquellos actos donde la violencia impera de tal modo que incluso podría llegar a considerarse que es el objetivo último de la protesta.
Nos referimos a ejemplos como el siguiente:
Si en una comunidad no se atienden necesidades elementales de alimentación ni sanitarias, si peligran vidas humanas, si no se atiende la contaminación del agua potable o la desnutrición está a punto de causar estragos irreversibles, si la comunidad está aislada y las autoridades no responden a las peticiones, no será lícito destruir la sede del municipio, pero estaría justificado que con un corte de ruta se llame la atención pública y de las autoridades, aunque éste tenga una duración considerable y ocasione algún peligro para la propiedad o los negocios.
Zaffaroni, supra nota 1, en la pág. 13.
[FN54]. Medearis, supra nota 51, en la pág. 56.
[FN55]. Id. en la pág. 60.
[FN56]. Id. en la pág. 67.
[FN57]. Slavoj Zizek, En defensa de la intolerancia 26-27 (Javier Eraso Ceballos y Antonio José Antón Fernández trads.,
Sequitur 2008) (2007).
[FN58]. Gargarella, supra nota 14, en la pág. 40.
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